sábado, 14 de noviembre de 2009

CUENTOS Y LEYENDAS VIETNAMITAS






CUENTOS Y LEYENDAS VIETNAMITAS
Adaptación y Selección: Marta Santo Tomás Sánchez.
Edición Norma Padilla Ceballos.
Editorial Gente Nueva, 1984
Habana Vieja, Ciudad de La Habana, Cuba.

Facilitador: Doctor Víctor Estrella Rodríguez


Fragmento prologo de: Marta Santo Tomás Sánchez.

Los cuentos y leyendas que presentamos a los lectores, están basados en relatos orales o composiciones escritas de los estudiantes vietnamitas que en la década del 65 al 75 vinieron a Cuba becados para estudiar en la Universidad de La Habana y cursaron estudios en la Escuela de Letras y Arte, de la Facultad de Humanidades. En ese período, ellos tomaban clases de idioma español en la Licenciatura de Estudios Hispánicos para extranjeros, y en las asignaturas de Expresión Oral, Fonética y Redacción y fueron mis alumnos.

Los estudiantes vietnamitas conocían estos cuentos por tradición oral, por habérselos oído contar a sus mamás o abuelas. Cada uno de los que aquí se recogen, representa la síntesis de dos o tres relatos similares. Al redactarlos, procuramos conservar el estilo sencillo, directo, de los relatos originales, una vez corregidos los errores que eran de esperarse en alumnos que aún no dominaban el español, pues sólo llevaban uno o dos años en Cuba.


EL AVARO


HACE MUCHO tiempo vivía un terrateniente famoso por su avaricia. Las tierras que poseía eran tan extensas, que ave que volara de la mañana a la noche no podía llegar a sus límites. Tenía tanto dinero que no podía contar; sin embargo, vivía pobremente, sólo se alimentaba con arroz y vegetales, pues no quería comprar patos ni cerdos para no gastar su dinero.

Un día el mandarín tuvo que ir a otro distrito en viaje de negocios, y partió en compañía de un sirviente. A la mitad del camino, llegaron a un río crecido. Era necesario tomar una barca para cruzarlo. Cuando iban por el medio del río, la barca chocó con una roca y se hundió. El criado, el barquero y los demás pasajeros llegaron a nado a la orilla. Pero el terrateniente no sabía nadar y se hundía en el agua.

Al ver el peligro en que se hallaba su amo, el criado gritó:

-¡Quien salve a mi amo obtendrá tres piastras de recompensa!
Al oír esto, el terrateniente, que hacía esfuerzos por no ahogarse, exclamó:
-¡No, eso es mucho dinero!
Entonces el sirviente dijo:
-¡Quien salve a mi amo obtendrá dos piastras de recompensa!
Ya el mandarín estaba casi sumergido en el río, y había tragado mucha agua; pero al oír la segunda proposición de su criado, alzó una mano con un dedo extendido para significar que no daría más que una piastra de recompensa. En eso una fuerte corriente lo arrastró a fondo del río y se ahogó.

EL ÁRBOL DE FRUTA

ANTAÑO en mi país había una familia compuesta por dos hijos: Thu, el mayor, y Dong, el menor. Cuando los padres fallecieron, dejaron por toda herencia a sus hijos una casita, un árbol de fruta y un hacha. Thu, el mayor, se llevaba muy mal con sus vecinos y con su hermano. Un día echó de la casa a Dong, quien no poseía otra cosa que el hacha y el árbol.

Al principio Dong no tenía ni donde guarecerse de la lluvia, pero con la ayuda de los vecinos y con el hacha, se construyó una choza al pie del árbol. Dong trabajaba con tenacidad y cuidaba su arbolito. Pasados unos años, el árbol creció mucho y empezó a dar unas frutas grandes, dulces, de magnífico sabor. Las frutas atraían a los que pasaban cerca del árbol, y se las compraban a Dong.

Un día vino un águila volando, se posó en lo alto del árbol y comenzó a comerse las frutas. Dong la miró amargamente y le dijo:
-Si te comes mis frutas, ¿qué podré vender mañana para comprar mi comida? Este árbol es todo mi caudal.

El águila le habló a Dong:

-He comido tus frutas, pero la pagaré. Ve a tu casa y prepara un saco pequeño y te llevaré a buscar oro. Mañana volveré.

Y dicho esto, el águila desapareció en el cielo.
Al día siguiente, el águila volvió y se posó en el suelo junto al árbol. Dong subió a su espalda llevando el saco pequeño, y el águila emprendió el vuelo.

Pasaron por encima de valles y montañas, volaron un día entero por e mar, y al fin llegaron a una isla desierta cuya arenas estaban cubiertas de pepitas de oro. Tan pronto Dong recogió algunos trozos de oro y los metió en el saquito, le pidió al águila que lo llevara de regreso a su país. Gracias al oro, Dong pudo comprar algunas tierras y una casa.

Cuando Thu, sorprendido, supo que su hermano menor tenía una casa linda y buenas tierras, se llenó de codicia y decidió ir a visitarlo. Al oír de su hermano el relato de lo ocurrido, le propuso cambiarle todas sus propiedades por el árbol de fruta. Como Dong era de buen corazón, estuvo de acuerdo en cederle el árbol a su hermano.

Una vez en poder del árbol, Thu se pasó los días pacientemente sentado, esperando el regreso del águila. Por fin, una mañana, vio al águila le hizo la misma proporción que le había hecho a Dong. Pero Thu no buscó un saco pequeño, sino un gran saco, tres veces más grande que el de Dong.

Al día siguiente vino el águila a buscarlo; Thu y su esposa, con un gran saco, subieron sobre el águila. Después de volar noche y día llegaron a la isla desierta. Allí recogieron oro hasta entrada la noche, y no sólo llenaron el saco, sino escondieron trozos de oro entre sus ropas. Por fin se dispusieron a emprender el regreso.

Cuando iban volando sobre el mar, el águila se sintió muy cansada por el enorme peso que llevaba, sacudió las alas e inclinó el cuerpo. El codicioso Thu y su mujer perdieron el equilibrio y cayeron al mar.

LA INTELIGENCIA

UN CAMPESINO tenía una parcela de tierra que lindaba con la selva. Cuando llegó la época de sembrar semilla nueva, una mañana, muy temprano, el campesino salió para su campo a trabajar. Llevaba su búfalo para que lo ayudara con el arado.

Era un día claro y bello, los pajaritos en la selva cercana cantaban alegremente. Oculto entre los árboles, un tigre grande y feroz contemplaba al campesino y al búfalo. El campesino gritaba para que el búfalo abriera surcos bien rectos, y de vez en cuando lo fustigaba con un gran látigo para que caminara más de prisa. El tigre no comprendía cómo aquel hombre tan pequeño tenía dominado un animal tan grande como el búfalo.

Al mediodía, el campesino desató el búfalo del arado para que descansara, y fue a acostarse a la sombra de un árbol. Entonces el tigre se acercó al búfalo y le dijo:

-Oye, ¿por qué dejas que te mande ese hombre, siendo tú más fuerte que él?
-Porque el hombre tiene la inteligencia –contestó el búfalo.
-¿La inteligencia? ¿Cómo es? ¿Puedo verla?- preguntó el tigre.
-Anda y pregúntale al tío campesino, él te dirá – contestó el búfalo.
El tigre sea acercó al campesino y le dijo:
-Buenos días, tío. Me han dicho que tienes la inteligencia y quisiera verla. Enséñamela, por favor.
El campesino se asustó mucho, pero pronto recuperó la calma y contestó:
-Sí, tengo la inteligencia, pero hoy la dejé en mi casa.
El campesino pensó un momento y dijo:
-Pero temo que cuando yo me vaya te comas mi búfalo, y no podré arar la tierra.
-Vete tranquilo, te prometo que no me lo comeré – replicó el tigre.
Pero el campesino vacilaba y al fin dijo:
-Déjame que te ate a un árbol, así me marcharé seguro de que no lo comerás.
El tigre aceptó, y permitió que el campesino lo atara a un árbol con las cuerdas de su arado. Rápidamente el campesino buscó leñas y hojas secas y la apiló al pie de árbol, y con una antorcho encendida les pegó fuego haciendo una gran hoguera.
El campesino, saltando de alegría, le dijo al tigre:
-Mira, esta es la inteligencia, ¿no querías verla?
El tigre empezaba a sofocarse con el humo, sentía calor y se retorcía. Al ver aquella escena, el búfalo se echo a reír a carcajadas. Reía tan fuertemente que se cayó, se dio en el hocico con unas piedras y se rompió los dientes.

Cuando las llamas quemaron las sogas, el tigre se zafó y huyó corriendo hacia los más profundo de la selva. Desde entonces el búfalo no tiene dientes en la mandíbula superior, y el tigre tiene rayas en la piel a causa de las marcas que le dejaron las sogas quemadas.




EL SOL, LA LUNA Y LAS ESTRELLAS

HACE MILLONES de años, en el espacio cósmico existían innumerables soles, y no había luna ni estrellas. El universo era un mar de fuego. La Tierra vivía bajo un valor tan intenso que los seres humanos no lo podían soportar, y todos los demás seres vivos iban extinguiéndose, incluso los insectos.

Ante esta terrible situación, un viejo cazador y su hijo pensaron que tal vez con su habilidad para el manejo del arco y la flecha podrían ayudar a la humanidad.

Un caluroso día salieron de la cueva en que vivían, el padre cargaba al hombro gran arco y el hijo llevaba flechas untadas de veneno. Subieron a la montaña más alta, pusieron el arco y las flechas en el suelo; con mucho esfuerzo, el joven colocó una flecha en el enorme arco mientras el padre lo sostenía.

Después de arduos preparativos, el cazador apuntó hacia uno de los soles y disparó la flecha. La flecha se clavó certeramente en el corazón del sol, que cayó muerto. Repitieron esta acción con paciencia día ras día, y fueron acerando en sus objetivos durante casi un año. El cielo estaba casi despejado y el calor intenso había desaparecido.

Cuando le llegó el turno al penúltimo sol vivo que quedaba, sucedió un incidente lamentable para los cazadores, pero afortunado para la humanidad.

Aquel día salieron de la cueva, como siempre; ya el hijo no tenía que cargar tantas fechas sino sólo una, la última, puesto que en el cielo solamente brillaban dos soles. Una vez realizados los preparativos, el viejo cazador pensó que sería conveniente permitir a su hijo que tirase la última flecha, puesto que ya el joven tenía experiencia en la caza de los soles.

Mas… ¡qué lamentable! Por ser la primera vez que el joven tiraba, se pudo nervioso y erró el tiro. La flecha se clavó en el costado derecho del penúltimo sol, que resultó gravemente herido, pero no murió. El padre no le dijo un reproche a su hijo, recogió el arco y ambos se regresaron a la cueva sin hablar una sola palabra.

Esa noche los cazadores durmieron intranquilamente, soñaban que los soles revivían. De pronto, por la madrugada, los dos se despertaron: Oían los quejidos del sol herido; esto les causó mirar hacia el cielo… y , ¡oh asombro!

Ante su vista los soles muertos se iban convirtiendo en gotas de luz, en estrellas. Los que habían conservado todo el cuerpo, originaban luceros, y los que se habían se habían destrozado en pedazos daban lugar a miles de estrellas pequeñas.

Mientras, el sol herido sentía gran temor del sol vivo y no se atrevía a acercarse a él. Cuando la herida no le molestaba daba una luz fresca y suave.

Actualmente llamamos sol, luna, estrellas y luceros, respectivamente, al último sol vivo, al sol herido y a los pedazos luminosos de los soles muertos.



PERRO Y GATO

HACE MUCHOS siglos, en un pueblo remoto y solitario, había una familia compuestas de tres miembros: un hombre, un perro y un gato. El perro y el gato convivían amistosamente con su dueño. Dormían en la pieza, comían juntos y jugaban por las tardes cuando el sol se ponía tras las montañas.

Esa vida habría seguido transcurriendo tan feliz cada día, cada semana, cada mes y cada año, si el hombre no hubiera hallado una perla preciosa, que escondió dentro de una caja en un lugar secreto. Un ratón astuto la encontró y se la llevó para otro pueblo a la casa donde vivía.

El dueño del perro y del gato lloró amargamente, no quería hablar ni comer, y sus amigos del gato y el perro no hallaban forma de consolarlo, porque no sabían qué le afligía. Cuando por fin les dijo que le habían robado su perla preciosa, el perro y el gato se pusieron tristes, y decidieron que había que salir a buscarla.

Un día de otoño en que el viento soplaba, el gato y el perro, después de superar muchos obstáculos, llegaron a la casa donde vivía el ratón que robó la perla. Gracias a la astucia del gato, no tardaron en encontrarla y apoderarse de ella.

En el camino de regreso tenían que pasar un río muy crecido, y allí se entabló esta discusión entre ellos:

- Déjame llevar la perla, porque yo sé nadar – dijo el perro.
- Eso no, yo se la saqué al ratón, por consiguiente tengo derecho a llevarla – dijo el gato moviendo la cabeza.
- Pues bien, cruzaré yo solo y te quedarás tú en esta orilla – le dijo el perro.
- No, no me dejes, por favor, que yo no sé nadar – suplicó el gato.

Por fin se pusieron de acuerdo: el perro llevaría la perla en la boca y el gato se montaría sobre el lomo.

Aquel día de otoño era muy agradable, el agua estaba transparente, se podía ver a los peces nadando por el fondo del río. El perro nadaba con facilidad, aun llevando sobre su espalda el peso de su compañero. Contento, mirando los pájaros volar en el cielo despejado, el perro iba pensando en la alegría que sentiría su dueño cuando le devolvieran la perla.

De pronto, un pececito rojo apareció a su lado y le dijo:
- ¿Estás tomando un baño? (El perro no contestó.)
- -¿Qué cosa llevas tú ahí? (Ninguna respuesta.)

Se molestó el pez porque el perro, que llevaba la perla en la boca y no podía hablar, no le contestaba, y señalando al gato dijo:
-Hoy, con un día tan lindo para bañarse, ¿por qué tienes que cargar tú con un vago como ése?
El perro se molestó y abrió la boca para contestarle al atrevido pececillo. Pero, ay, ¡ay! la perla se le escurrió de la boca y con un corto sonido “tu-u-tu”, se hundió en las aguas del río.
Al llegar a la orilla del otro lado del río, el gato le preguntó al perro, que se sacudía el agua:
-Y la perla, ¿dónde estás?
- Se ha caído al agua – contestó el perro con la mirada baja.
- ¿Qué dices?- gritó el gato-. ¿Cómo fue?
-Ha sido mi culpa –dijo el perro, y le contó lo sucedido- Yo vi cuando un pez grande se tragó la perla.
- Les pediremos ayuda a los pescadores, que pronto regresarán con la pesca – dijo el gato.

El viento seguía soplando, ya el sol iba a esconderse tras la montaña, y aún estaban los dos amigos a la orilla del río, dormitando y esperando…

Las canciones de los pescadores los despertaron, y el gato y el perro fueron a su encuentro para hacerles su petición. Pero en vano, los pescadores se negaron a abrir el estómago de los peces para encontrar la perla.

El gato, que era astuto, propuso al perro seguir a los pescadores hasta sus casas para observar cuando limpiaran los pescados.

Llegaron cerca de la casa de una familia de pescadores, y el gato se subió a un árbol cerca de la ventana.

-¡-Eh! ¿Qué es esta cosa? – exclamó un pescador.
-¡Ah! Es la perla, ¡qué suerte tenemos! – dijo su mujer

De pronto una sombra les dio un susto terrible, cerraron los ojos aterrados, y cuando los abrieron, la perla había desaparecido. Aquella sombra era el gato, y quien se llevó la perla, por supuesto, era también el gato.

En el camino de regreso, el perro iba muy triste mientras el gato contento, corría a la casa para entregar la perla a su dueño. Desde aquel día, el gato fue mimado por su dueño y el perro en cambio fue castigado. El gato comía, jugaba con el hombre y dormía junto a la lumbre. El perro, en cambio, tenía que quedarse afuera cuidando la casa. Las buenas relaciones entre ellos terminaron, y desde entonces el perro fue el enemigo del gato hasta el día de hoy.

LA PASION DE LOS LIBROS

Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado...

Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito...

Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido...

Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá compreder probablemente... las pasiones humanas.

La historia Interminable: Michael Ende