domingo, 3 de enero de 2010

UMBERTO ECO, 78 AÑOS DE SU NACIMIENTO.


ALGUNOS APUNTES SOBRE APOSTILLAS A EL NOMBRE DE LA ROSA
Un narrador no debería facilitar la interpretación de su trabajo. De otra manera no debería escribir una novela, ya que ésta es una máquina de generar interpretaciones.
Umberto Eco

LA NOVELA COMO HECHO COSMOLOGICO

Considero que para contar lo primero que hace falta es construirse un mundo lo más amueblado posible, hasta los últimos detalles. Si construyese un río, dos orillas, si en la orilla izquierda pusiera un pescador, si a ese pescador lo dotase de un carácter irascible y de un certificado de penales poco limpio, entonces podría empezar a escribir, traduciendo en palabras lo que no puede no suceder. ¿Qué hace un pescador? Pesca (y ya tenemos toda una secuencia más o menos inevitable de gestos). ¿Y qué sucede después? Hay peces que pican, o no los hay. Si los hay, el pescador los pesca y luego regresa contento a casa. Fin de la historia. Si no los hay, puesto que es irascible, quizá se ponga rabioso. Quizá rompa la caña de pescar. No es mucho, pero ya es un bosquejo. Sin embargo, hay un proverbio indio que dice: «Siéntate a la orilla del río y espera, el cadáver de tu enemigo no tardará en pasar.» ¿Y si la corriente transportase un cadáver, posibilidad contenida en el campo intertextual del río? No olvidemos que mi pescador tiene un certificado de penales sucio. ¿Correrá el riesgo de meterse en líos? ¿Qué hará? ¿Huirá, se hará el que no ve el cadáver? ¿Tendrá la conciencia sucia porque, al fin y al cabo, es el cadáver del hombre que odiaba? Irascible como es, ¿montará en cólera por no haber podido consumar él mismo la anhelada venganza? Ya lo veis, ha bastado amueblar apenas nuestro mundo para que se perfile una historia. Y también un estilo, porque un pescador que pesca debería imponerme un ritmo narrativo lento, fluvial, acompasado a su espera, que debería ser paciente, pero también a lo; arrebatos de su impaciente iracundia. La cuestión es construir el mundo, las palabras vendrán casi por sí solas. Rem tene, verba sequentur. Al contrario de lo que, creo, sucede en poesía: verba tene, res sequentur.


Para poder inventar libremente hay que ponerse límites. En poesía, los límites pueden proceder del pie, del verso, de la rima, de lo que los contemporáneos han llamado respirar con el oído... En narrativa, los límites proceden del mundo subyacente. Y esto no tiene nada que ver con el realismo (aunque explique también el realismo). Puede construirse un mundo totalmente irreal, donde los asnos vuelen y las princesas resuciten con un beso: pero ese mundo puramente posible e irreal debe existir según unas estructuras previamente definidas (hay que saber si es un mundo en el que una princesa puede resucitar sólo con el beso de un príncipe o también con el de una hechicera, o si el beso de una princesa sólo vuelve a transformar en príncipes a los sapos o, por ejemplo, también a los armadillos).


Entrar en una novela es como hacer una excursión a la montaña: hay que aprender a respirar, coger un ritmo de marcha, si no todo acaba en seguida. En poesía sucede lo mismo. Piensen en lo insoportables que resultan los poetas recitados por actores que, para «interpretar», no respetan la medida del verso, hacen enjambements recitativos como si hablasen en prosa, siguen el contenido en lugar del ritmo. Para leer una poesía escrita en endecasílabos y tercetos hay que adoptar el ritmo cantado que quería el poeta. Más vale recitar a Dante como aquellas poesías que se publicaban en el Corriere dei Piccoli, que sacrificarlo todo por el sentido.

En la narrativa, la respiración no se obtiene en el plano de la frase, sino mediante macroproposiciones más extensas, mediante la escansión de los acontecimientos. Hay novelas que respiran como gacelas y otras que respiran como ballenas, o como elefantes. La armonía no reside en la longitud del aliento, sino en la regularidad con que se lo toma; también porque, si en determinado momento (que no debe ser muy frecuente), la aspiración se interrumpe y un capítulo (o una secuencia) acaba antes de que haya concluido la respiración, eso puede desempeñar una función importante en la economía del relato, puede marcar un punto de ruptura, un golpe de teatro. Al menos así proceden los grandes autores: «La infeliz respondió» -punto y aparte- no tiene el mismo ritmo que «Adiós montes», pero cuando llega es como si el bello cielo de Lombardía se tiñiese de sangre. Una gran novela es aquella en que el autor siempre sabe dónde acelerar y dónde frenar, y cómo dosificar esos golpes de pedal dentro del marco de un ritmo de fondo que permanece constante. En música se puede «robar», pero no demasiado, porque si no tenemos el caso de esos malos intérpretes que creen que para tocar Chopin basta con exagerar el rubato. No estoy diciendo cómo resolví mis problemas, sino cómo me los planteé. Y mentiría si dijese que me los planteé conscientemente. Hay un pensamiento de la composición que piensa incluso a través del ritmo con que los dedos golpean las teclas de la máquina.

CONSTRUIR EL LECTOR

Ritmo, respiración, penitencia... ¿Para quién? ¿Para mí? No, sin duda: para el lector. Se escribe pensando en un lector. Así como el pintor pinta pensando en el que mira el cuadro. Da un pincelada y luego se aleja dos o tres pasos para estudiar el efecto: es decir, mira el cuadro como tendría que mirarlo, con la iluminación adecuada, el espectador que lo admire cuando esté colgado en la pared. Cuando la obra está terminada, se establece un diálogo entre el texto y sus lectores (del que está excluido el autor). Mientras la obra se está haciendo, el diálogo es doble. Está el diálogo entre ese texto y todos los otros textos escritos antes (sólo se hacen libros sobre otros libros y en torno a otros libros), y está el diálogo entre el autor y su lector modelo. La teoría figura en otras obras que he escrito, como Lector in fabula o, antes incluso, en Obra abierta, pero tampoco es un invento mío.
Puede suceder que el autor escriba pensando en determinado público empírico, como hacían los fundadores de la novela moderna, Richardson, Fielding o Defoe, que escribían para los comerciantes y sus esposas; pero también Joyce escribe para el público cuando piensa en un lector ideal presa de un insomnio ideal. En ambos casos -ya se crea que se habla a un público que está allí, al otro lado de la puerta, con el dinero en la mano, o bien se decida escribir para un lector que aún no existe escribir es construir, a través del texto, el propio modelo de lector.

¿Qué lector modelo quería yo mientras escribía? Un cómplice, sin duda, que entrase en mi juego. Lo que yo quería era volverme totalmente medieval y vivir en el Medioevo como si fuese mi época (y viceversa). Pero al mismo tiempo quería, con todas mis fuerzas, que se perfilase una figura de lector que, superada la iniciación, se convirtiera en mi presa, o sea en la presa del texto, y pensase que sólo podía querer lo que el texto le ofrecía. Un texto quiere ser una experiencia de transformación para su lector. Crees que quieres sexo, e intrigas criminales en las que acaba descubriéndose al culpable, y mucha acción, pero al mismo tiempo te daría vergüenza aceptar una venerable pacotilla que los artesanos del convento fabricasen con las manos de la muerta. Pues bien, te daré latín, y pocas mujeres, y montones de teología, y litros de sangre, como en el grand guignol, para que digas: «¡Es falso, no juego más!» Y en ese momento tendrás que ser mío y estremecerte ante la infinita omnipotencia de Dios que vuelve ilusorio al orden del mundo. Y después, si te animas, tendrás que comprender cómo te atraje a la trampa, porque al fin y al cabo te lo fui diciendo paso a paso, te avisé claramente que te estaba llevando a la perdición, pero lo bonito de los pactos con el diablo es que se firman sabiendo bien con quién se trata. Si no, ¿por qué el premio sería el infierno? Y, como quería que resultase placentera la única cosa que nos sacude con violencia, o sea el estremecimiento metafísico, sólo podía escoger el más metafísico y filosófico de los modelos de intriga: la novela policíaca.

LA DIVERSIÓN

Quería que el lector se divirtiese. Al menos tanto como me estaba divirtiendo yo.Esta es una cuestión muy importante, que parece incompatible con las ideas más profundas que creemos tener sobre la novela. Divertir no significa di-vertir, desviar de los problemas. Robinson Crusoe quiere divertir a su lector modelo contándole los cálculos y las operaciones cotidianas de un honrado homo oeconomicus bastante parecido a él. Pero, después de haberse divertido leyéndose en Robinson, el semblable de Robinson debería haber entendido de alguna manera algo más, debería haberse transformado en otro. De alguna manera, divirtiéndose ha aprendido. Unas poéticas de la narratividad sostienen que el lector aprende algo sobre el mundo; otras, que aprende algo sobre el lenguaje. Pero siempre aprende. El lector ideal de Finnengans Wake debe acabar divirtiéndose tanto como el lector de Carolina Invemizio. Lo mismo. Pero de una manera diferente. Ahora bien, el concepto de diversión es un concepto histórico. Cada etapa de la novela tiene sus propias maneras de divertir y de divertirse. Es indudable que la novela moderna ha tratado de reducir la diversión de la intriga para potenciar otros tipos de diversión. Yo, que admiro profundamente la poética aristotélica, siempre he pensado que, pese a todo, una novela debe divertir también, y especialmente, a través de la intriga.

Es indudable que, si una novela divierte, obtiene el consenso de un público. Ahora bien, durante cierto tiempo se creyó que el consenso era un indicio negativo. Si una novela encuentra consenso, será porque no dice nada nuevo, porque le da al público lo que éste esperaba.

Creo que decir «si una novela le da al lector lo que éste esperaba, encuentra consenso» no es lo mismo que decir «si una novela encuentra consenso es porque le da al lector lo que éste esperaba».
La segunda afirmación no siempre es verdadera. Basta pensar en Defoe o en Balzac, hasta llegar a El tambor de hojalata o Cien años de soledad.

sábado, 2 de enero de 2010

Encuentro Navideño 2009 del Taller de Narradores de Santiago en el Museo Dr. Víctor Estrella

Juan Polanco, Aura Franco, Mariela y Sandy Valerio
Juan Polanco, Aura Franco, Ubaldo Rosario, Ulises Rosario (Niño), Sandy Valerio y Mariela

Juan Polanco, Aura Franco, Mariela, Sandy Valerio y Ulises Rosario (Niño)


Sandy Valerio, Dr. Víctor Estrella, Juan Polanco y Aura Franco



Puro Tejada, Joel, Sandy Valerio, Mariela, Dr. Víctor Estrella y Juan Polanco




Joel, Mariela, Dr. Víctor Estrella, Juan Polanco y María Teresa Sánchez





Juan Polanco






Puro Tejada, Dr. Víctor Estrella, Mariela y Joel.







Victor Estrella (hijo) Sandy Valerio, Ubaldo Rosario, Aura Franco, Puro Tejada, Dr. Víctor Estrella, Mariela y Joel.








Mariela y María Teresa Sanchez









María Teresa Sánchez y Ulises Rosario










Juan Polanco, Puro Tejada, Sandy Valerio, Dr. Víctor Estrella, Mariela y Joel.











Ubaldo Rosario, Dr. Víctor Estrella y Puro Tejada.












Mariela y el Dr. Víctor Estrella.













Aura Franco y Ulises Rosario Franco














Sandy Valerio















Ubaldo Rosario, Joel, Puro Tejada y Sandy Valerio
















Joel

















LA PASION DE LOS LIBROS

Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado...

Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito...

Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido...

Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá compreder probablemente... las pasiones humanas.

La historia Interminable: Michael Ende